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No necesito ganar
Reflexiones sobre la competitividad y la infancia
Nuestro mundo es sumamente competitivo. En cualquier entrevista de trabajo competimos con otros que, seguramente, tengan habilidades o un currículum parecidos a los nuestros. De hecho, es el no saber qué será aquello que marque la diferencia lo nos hace estar permanentemente alerta, tratando de mejorar para salir vencedores.
Últimamente, observamos que esta competitividad que lo va impregnando todo, se extiende también al espacio de los niños, desde el colegio a sus actividades deportivas.
En un principio sabíamos de aquellos niños con una carrera deportiva, que ya desde los cinco o seis años entrenaban duramente e invertían muchas horas cada día, a veces dejando atrás su vida infantil, para lograr la perfección. Muchos se preocupaban por la vida de estos chicos, y se cuestionaban entonces cómo fue su infancia y qué iban a perderse en pos de esta perfección inalcanzable.
Ahora, la competitividad que transforma la vida de los niños se hace presente de una forma más discreta, pero a la vez lo va contaminando todo. Normalmente, los colegios van a ser espacios de competición (sana o malsana), donde se exigen seis, siete u ocho horas de atención plena para aprovechar lo máximo posible la clase. A esto le siguen otro buen número de horas dedicadas al estudio y los deberes, sabiendo que lo aprendido en el colegio es solo la base. Después vienen los fines de semana o los juegos de la tarde, en los que se les pide que den más y mejor también.
Todos tenemos en mente el típico partido de fútbol con la grada llena de padres gritando por encima del entrenador, la alegría y el orgullo de verlos ganar y también la charla decepcionada para los perdedores.
En resumen, en nuestra sociedad se nos exige demostrar y hacernos valer, conseguir objetivos, tener ambición y esforzarnos continuamente. Estas actitudes se intentan potenciar en la infancia y, muchas veces, la competición sana y lo mucho que nos puede enseñar, queda eclipsada por la sensación de que hay que llegar a todo, ser los mejores en todo. Los niños son esponjas que absorben esta conclusión. No son adultos y, por lo tanto, no son capaces de relativizar como lo hacemos nosotros.
Es por eso que vamos a repasar qué entendemos por sana competición, qué efectos positivos tiene para los niños y cómo podemos educar en ella.
¿DE DÓNDE VIENE?
Nuestra competitividad está directamente relacionada con nuestro ego. Este nos impulsa a lograr el reconocimiento de los demás, a sobresalir para llevarnos la admiración, el amor e incluso a veces, el temor de los otros.
En pequeñas dosis, nos permite conocernos a nosotros mismos, vencer nuestros miedos y límites y es una experiencia vital por la que todos pasamos. Lo peligro es sacar una conclusión equivocada: si venzo me querrán. Esto puede convertir nuestro trabajo, nuestros hobbies y, en definitiva, nuestra vida entera, en una lucha a toda costa por el triunfo, como si no existiese otra opción.
De esta forma se desvanece el disfrute, la sensación de progresar, los sentimientos de equipo y de comunidad, y a nuestros hijos también les sucede esto.
LA SANA COMPETENCIA
Entonces, ¿cómo podemos ayudar a nuestros hijos para que compitan sanamente?
En primer lugar, podemos animarlos a tomarse a uno mismos como medida, es decir, que usen su fuerza y su tesón para superarse a sí mismos, o mejor, para conocerse a sí mismos. En lugar de tratar de ser vencedores, podemos “batir nuestras propias marcas” y aprender qué cosas se nos dan bien, cómo vencemos nuestros miedos o las limitaciones que creemos que tenemos y cuáles son reales.
También podemos ayudarles con el después, con el momento de sacar conclusiones. Dejemos de premiar el resultado y premiemos el proceso, para que comprendan que lo importante está en la vivencia. No es el resultado el examen, sino el trabajo previo. No es el marcador al final del partido, sino si fueron buenos compañeros de equipo, si hubo sintonía, si fueron deportivos…
Por último, tenemos que hacerles ver que la decepción es pasajera y que siempre podemos volverlo a intentar. Deberíamos buscar disfrutar de esos retos que hacen sacan cosas de nosotros mismos. Recordemos que los niños no relativizan las cosas tan fácilmente como nosotros, así que será bueno que estemos ahí para poner cada cosa en su sitio.
De esta forma estaremos educando a futuros adultos sanos, más apasionados que frustrados, con capacidad para ser más felices y separarse un poco del frenesí competitivo en el que estamos metidos.
A fin de cuentas, unas veces se gana y otras se pierde, pero eso no puede tocarnos tan hondo que no nos deje avanzar.
Elena Sánchez-Porro Frías e Irene Albert Cebriá.
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