Popularmente pensamos en la relación con nuestra familia política (suegros, cuñados, yernos) como algo complicado, tortuoso, abusivo y en lo que, en definitiva, salimos perdiendo.
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Creemos que este tópico tiene su origen en la gran proximidad que tenían antes las familias. Esta, sin duda, hacía que las complicaciones de la convivencia se magnificaran. El machismo y el paternalismo también ponían su granito de arena.
Actualmente la presencia de los suegros y abuelos de nuestros hijos está volviendo a ser determinante en nuestras vidas. Muchos de ellos, con un grandísimo esfuerzo, sostienen familias enteras, crían a sus nietos, etc. Volvemos a estar juntos, aunque hayan cambiado las formas.
Los hermanos también van incluidos en el pack, puesto que lo normal es que, al morir los abuelos, tengamos que vérnoslas con ellos, a menudo repitiendo los esquemas de la niñez: hermano mayor considerado prudente y responsable, hermano menor frívolo y despreocupado, hermano intermedio invisible, etc. También es normal que reaparezcan conflictos no zanjados continuamente. A quién no le suena “claro, como tú eras el favorito de papá” o “siempre has sido un irresponsable”.
A veces nos sentimos invadidos por la presencia de los familiares, juzgados, presionados o incapaces de satisfacerlos. No es raro enfrentarse a padres y abuelos que opinan que “no tenemos ni idea de cómo educar a los niños, de cómo llevar una casa o preparar una comida de Navidad decente”. Otros se enfrentan a intromisiones, apariciones a horas inadecuadas o llamadas constantes.
El quid de la cuestión estará en poder atender las necesidades de los demás y dejarles participar en la familia sin que interfieran con nuestros propios valores y rutinas. Sí, como estáis pensando, se trata de que cada uno ocupe su lugar.
Bien, conocida la teoría, sabemos que en la práctica las cosas no siempre encajan fácilmente.
De la misma manera que tenemos un recorrido vital con nuestra pareja también lo tenemos con nuestra familia y con la del otro. Nos referimos a las experiencias acumuladas a lo largo del tiempo, las cosas por las que hemos pasado y que han ido conformando nuestra relación.
Puede que hayamos pasado por situaciones dolorosas, de enfermedad o de pérdida; momentos en los que su ayuda ha sido muy importante, como la crianza de los hijos o la ayuda económica prestada. De forma más o menos evidente y justificada, estas situaciones influyen en los límites y el estilo de la relación.
De todas formas, queremos romper una lanza en favor de la comprensión. En todas las relaciones que mantenemos en la vida, ya sea con las parejas, la familia o los compañeros de trabajo, la comprensión y la capacidad para relativizar son esenciales.
Debemos considerar globalmente las relaciones que tenemos: ¿qué me ofrecen?, ¿qué aporto yo?, ¿me siento valorado aunque haya cosas que no me gusten?, ¿estuvieron ahí para mí en otros momentos?, ¿lo malo está eclipsando a lo bueno?
Ceder es necesario; plantarse también: dar nuestro brazo a torcer es imprescindible cuando hablamos de compartir la vida. Pensar en lo que el otro necesita o nos demanda no siempre es fácil, y anteponerlo menos; pero cualquier relación se basa en hacer espacio para dos identidades propias, así que hay que ceder sin sentir que estamos perdiendo batallas.
Sin embargo, no debemos menospreciar lo que nosotros queremos y necesitamos de la vida. Cuando sabemos que algo nos hiere o se opone radicalmente a nuestro bienestar es necesario hacernos oír. Esto nos lleva al siguiente punto.
Seamos un equipo: para que, como pareja o familia, podamos convivir en paz con nuestras familias de origen es necesario un acuerdo tácito en este sentido. La pareja debe ser siempre la prioridad, de la misma manera que también debe ser un aliado y un apoyo. Esto significa que es destructivo para la pareja sentir que está a merced de la familia del otro, de la misma manera que lo es sentir que está solo para cuidar de los mayores.
El supuesto ideal sería que nuestra pareja nos protegiera de las intromisiones de su familia y nosotros tendiéramos siempre la mano para ayudarle con ellos.
No tengas miedo a discutir: ¿cómo no vamos a hacerlo? Por muy bien que nos llevemos todos, por mucha dosis de comprensión que le pongamos al asunto, ¿quién puede vivir sin sentir que a veces le tocan las narices o sin cabrear a los demás? Las parejas están preparadas para tener algo sobre lo que discutir abiertamente toda su vida sin que esto acabe con ella. Igualmente sabemos que algo parecido pasa con nuestros padres y hermanos. De los millones de cosas sobre las que discutiremos, seremos capaces de resolver la mayor parte, pero otras se quedarán irresueltas y aparecerán puntualmente, activadas por otras circunstancias. Lo peligroso es callar lo que pensamos, dar por perdida cualquier posibilidad de cambio y alejarse emocionalmente del otro.
A veces sólo nos queda pensar que la gente hace las cosas lo mejor que puede, incluidos nosotros mismos. No siempre estamos a la altura o comprendemos los motivos que nos hacen actuar como lo hacemos. Puede que ese suegro que considera que “no estamos mal, pero su hijo podría haber conseguido algo mejor” no se dé cuenta de que su amor le lleva a idealizar a su hijo. Asimismo, puede que no haya recibido mucho reconocimiento en su vida y tampoco esté acostumbrado a darlo.
No siempre nos enfrentamos a la maldad. Normalmente nos las vemos con la incompetencia o con el malestar de los demás. Otras, simplemente, con el desconocimiento de lo que provocan sus acciones. Recuerda: apartarse un momento puede ayudar mucho. No precipitarse a la hora de tomar decisiones, también. Toma aire cuando lo necesites y cuídate.
Elena Sánchez-Porro Frías (CL-03770) e Irene Albert Cebriá (CL-03674).
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